Cuando se decide por el camino de la filosofía se sabe desde muy pronto que habrá una pregunta que ya no nos dejará de perseguir: ¿eso para qué sirve? Las formas en que se presenta pueden variar, pero siempre conservan esa inquietud fundamental por la utilidad de este extraño espécimen. Un bicho raro, sin duda, de esos que generan reacciones completamente opuestas: la más fuerte de las fascinaciones o la aversión más radical. La filosofía genera escándalo porque nos hace preguntarnos: ¿es posible realmente que alguien se dedique a nada y viva de ello? Una leve envidia nos corroe en silencio.
En sus memorias, El árbol de la vida, Eugenio Trías daba a entender que más que elegir a la filosofía era ella quien lo había elegido a él. Sin duda que al volver la mirada hacia atrás es difícil distinguir cómo es que los caminos han llegado a cruzarse, quién ha dado el primer paso y quién el decisivo. Pero lo cierto es que su concepción de esta forma de asumir la existencia era más bien alegre y jovial. En Filosofía del futuro nos habla de que el filósofo es aquel que asumen de manera radical y profesional las preguntas de la infancia. Idea de inspiración nietzscheana, pero que deja además un dulce sabor de boca: la filosofía no es ese rancio discurso portador del tedio, sino un santo decir sí a las preguntas que encienden la inocente inquietud del niño. Filosofar es jugar en límite de las palabras buscando con curiosidad infantil el anclaje de su sentido.
Esta idea siempre me ha hecho ver a Eugenio Trías como el Peter Pan de la filosofía. Alguien negándose a crecer, aferrándose a la esperanza y con un afán constante de aventura. Eso es lo que ha sido su vida: una auténtica aventura filosófica. Además, Trías tuvo siempre una lucha con su propia sombra. De ahí, quizá, que optara por llevarle al terreno de los conceptos: hacer de la sombra un concepto para dominarle, maniatarle y vencerle. Un juego, evidentemente. El espacio lúdico dura tanto como las caprichosas reglas que inventamos para generarle. Pero una de sus características es que tiene que acabarse, y cuando lo hace la sombra se libera mostrándose de nuevo intacta. Hemos vivido demasiado tiempo bajo el imperio de la muerte, decía Eugenio en Meditación sobre el poder. Y desde entonces emprendió una cruzada por explorar ese espacio habitable de la frontera en busca de nuevos conceptos que dieran dulces frutos filosóficos.
Sus últimos años los dedicó a sus pasiones compañeras: la música y el cine. En sus reflexiones se puede ver a ese niño que ya conoce bien las reglas del juego y se regodea volviendo a ellas. Sabe que cuenta con las herramientas y los méritos para jugar una última partida. El tablero, sin embargo, no deja de ser el de la propia vida. El trabajo del filósofo, su eterno retorno propio, es un eco de las inquietudes más arraigadas en el devenir de su existencia. Mejor: es una música que le llama en secreto como la voz de la madre que canta al ser que está por venir. No hacemos sino repetir en constante variación ese canto de sirenas que nos constituye. Así Eugenio tira la última carta: el viaje está por comenzar, la muerte es un umbral más en un camino sembrado de misterios.
“La filosofía es un acto de creación, de poiésis. […] La filosofía es literatura de conocimiento.” Nos dice en El hilo de la verdad un valiente que se atrevió a construir una ciudad con su literatura de conocimiento. Valiente porque al escribir en una lengua que no goza de una gran reputación en el Olimpo de la filosofía nos ha abierto el camino. Nos deja, entonces, con una gran responsabilidad. No hemos de claudicar, la tarea de seguir variando los conceptos, de pensar con Eugenio Trías como él lo hizo con Platón y Nietzsche, se mantiene en pie. Valga esto como tributo al maestro, amigo y gran ser humano al que hoy despedimos con pesar. Gracias Eugenio por una vida apasionadamente filosófica. Gracias Eugenio por la aventura filosófica. Que en paz descanse.