Esta semana pasada me llamaron la atención dos noticias, y no había tenido tiempo de comentarlas en Xombit. Me hicieron recordar una frase que durante muchos años he tenido presente en mi vida. La pronunció un judío alemán que sabía de lo que hablaba siempre que abría la boca. Su nombre era Albert Einstein. Dice algo así como que el mundo no está en peligro por las malas personas, sino por aquellas que permiten la maldad.
La primera de las noticias es sobrecogedora, y sin embargo, nada sorprendente. Al menos para mí. Un oso pardo sobrellevó dieciocho de sus veinte años de vida encerrado en una jaula de quince metros cuadrados, en un bar de Lituania. Estremecedor. Era la gran atracción para quienes iban a empinar el codo. Los fieles al alcohol alimentaban al carnívoro con cacahuetes. Supongo. Lo emborrachaban para echarse unas risas. Vodka con miel, supongo. Los dueños eran gente trabajadora, cada mañana abrían el bar y colocaban a este pariente lejano de Yogui y Baloo a un costado de la barra, confinado entre los barrotes de una jaula aun más pequeña. La inspiración siempre nos pilla trabajando…
Esta práctica era muy habitual en Ucrania antes de la Eurocopa. Al parecer, intentaron limpiarse la cara para presumir durante el gran evento, pero estas sombras no desaparecen de la noche a la mañana. Algunos desalmados siguen fomentando el alcoholismo de los osos, que ya de por sí, tienen una predisposición natural. Los llamados “osos de vodka” son empleados en hoteles y restaurantes. Hace no mucho, una madre y sus cachorros entraron a una casa y se bebieron 100 latas de cerveza. Tengo amigos que también hacen eso, pero nadie les ha obligado nunca a matar con fuego la sed.
Antanina Vrubliauskiene consiguió un osezno en 1994. No me preguntes cómo. La inocente bestia se llamaba Masa. A partir de ese día, su rutina fundiría la moral de cualquiera, una cadena perpetua revisada por seguidores del Dios Baco; hasta que un grupo animalista lo rescató. Ahora pasa su jubilación en un parque de osos en Duren, en Alemania. Cuentan que cuando vio al animal entrar en la furgoneta que lo llevaría a su nuevo hogar, se vio muy afectada a su dueña. Inconsolable. Consternada. Abatida. Por un segundo, se sintió Escarlata O´Hara y dijo entre lágrimas que a pesar de estar a 1.700 kilómetros de distancia, irá a visitar a Masa. Qué bonito, qué pena. Qué pena no vivir en tiempos donde se estilaba el “ojo por ojo y diente por diente”.
Dejo que suspires. Gracias a Dios, algunas noticias nos reconcilian con la humanidad. Un escolar británico de 8 años, Charlie Naysmith, paseaba por la playa de Hengsisbury, cerca de Bournemouth, en el Reino Unido. Correteando, recreándose, como solo un niño es capaz. De pronto, una piedra amarillenta, cerosa, llamó su atención. Cerosa, no preciosa, listillo. Como haría cualquier chiquillo, la cogió y se la llevó a casa. Un tesoro. Mi tesoro. Qué extraño huele…
Y algo se olieron los padres, porque decidieron llevar el pedrusco a que lo estudiaran. Misteriosamente, cayó en manos de un experto en biología marina. Tras una serie de análisis, Charlie y su familia descubrieron que se trababa de vómito de ballena solidificado por el paso del tiempo. No te rías, la gracia no es que ahora comprendamos el porqué de su extraño olor. La ironía es aún mayor. El “vómito de ballena” se suele usar en los productos de perfumería para fijar las fragancias. Décadas de exposición al sol y flotación a la deriva habían transformado la otrora repugnante vomitona, el patito feo se convirtió en cisne. Obviamente, necesitaba una nueva denominación que no fuera vomitiva. Estas piedras visten nombres glamurosos que marginan su honroso origen: “ámbar gris”. Para caerse de espaldas. Como pesaba unos 600 gramos, su valor en el mercado podría alcanzar los 50.000 euros. Eso sí tiene gracia.
No es nada habitual encontrar “ámbar gris” en Europa, es bastante más probable hacerlo en las costas de Estados Unidos y Australia. El último “hallazgo” hasta la fecha, fue en 2006, cuando se vendieron 15 kilogramos de este “oro flotante” por 240.000 euros.
Bien. Estarás preguntándote, qué tienen que ver estas dos historias. Aparte de que el ser humano siempre termina aprovechándose de los animales… y de que las borracheras traen vómitos. Te lo explico. Antanina Vrubliauskiene y Charlie Naysmith pertenecen a la misma especie porque lo dicen los científicos, pero no pueden ser más diferentes. Ella es cobarde y cruel, y él, valiente y caritativo, ella es insensible y despiadada y él, tierno y altruista, ella es despreciable, y el pequeño, noble. Ya me he quedado un poco más a gusto.
El niño saborea su inesperada popularidad y no cesa de repetir en las entrevistas que quiere venderlo para abrir un refugio de animales. Encantador. ¡Un refugio de animales! A sus padres se les tiene que caer la baba. O se muerden la lengua y los labios, y están reprimiendo las ganas de darle un pescozón al renacuajo porque necesitan ese dinero…