“La lengua madre”, un monólogo de teatro que no verás en la caja tonta

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Juan Diego se apoya en una muleta para subir las escaleras del escenario. En la muleta se lee un nombre inscrito: Juan José Millás. “La lengua madre” es un monólogo exquisito, en el que estos dos viejos diablos reflexionan sobre el lenguaje. Sí, lo sé, esta frase hace daño, no te invita a salir a la calle. Pero hazme caso, las apariencias engañan, tus ojos harán chiribitas si compras una entrada. Asociando ideas y palabras que en principio no tienen nada que ver, nos pintan el cuadro de Dorian Gray. ¡Mírate! ¡Así somos! Un espectáculo inteligente, lúcido, necesario y muy actual. ¡Y te ríes! Por no llorar…

Teatro Juan José Millás

Las toses eran minas antisilencio que íbamos pisando en la oscuridad. Una rana aquí y otra más allá. Carraspeos insoportables. En esas aparece Juan Diego en el escenario, y a mí me dan ganas de sacar la katana que nunca compré, y rebanar la cabeza de la joven que está en la fila siete. Los caramelos no hacen milagros, chica, deja de abrir uno tras otro, deberías haberte quedado en casa. No tienes respeto.

¡Bien! ¡Tenía que decirlo! El protagonista de la obra es un profesor de instituto. Viene a dar una conferencia sobre la decadencia del lenguaje, y alucina al ver a tanta gente, no está todo perdido, piensa… así que poco a poco, el esperado discurso degenera en confesión, aparecen recuerdos e ideas ancladas a las palabras y a su niñez. No puede seguir tan encorsetado, está emocionado, así que de pronto, lanza al aire los papeles de la perorata que está pronunciando, y caen como hojas caducas en otoño. Se desmadra. Sus palabras son dardos envenenados, filosofa sobre la maldita crisis, critica con fiereza y sensatez el lenguaje impuesto por los bancos y los gobiernos, la maquiavélica “capacidad de deuda”, y profundiza en su vida. En nuestra vida. No te asustes, es un monólogo que no deseas interrumpir mirando la hora…

Yo soy el coprotagonista. Los espectadores intervienen con sus silencios absortos, con sus risas y con sus toses. Mi personaje parece un espontáneo salido del patio de butacas que se hubiese puesto a dar una conferencia.

La lengua madre es un texto de Juan José Millás adaptado para el teatro. Un ensayo que le servía para dar charlas, y visto el éxito de crítica y público entre los asistentes, se decidió a proponérselo al sevillano. Se lo tomaron con calma y una tila, sin prisas, dos años y medio de trabajo inconstante. Reuniones, comidas y llamadas a medianoche…

Cuando se trabaja en equipo no hay arreglos; hay miradas y una búsqueda continua de ideas y conceptos.

Teatro

Yo soy un admirador declarado del autor de Articuentos, El mundo, o Lo que sé de los hombrecillos, me encanta el surrealismo que humea en sus obras, el sentido del humor que me deja sinsentido, y su afilada inteligencia, capaz de hacer girar tu cabeza 360 grados.

Y además, voy a confesarlo, había escuchado la conferencia en boca del escritor, en un portal de vídeos de Internet de cuyo nombre no quiero acordarme, así que iba predispuesto a repanchigarme en la incómoda butaca del Complejo Educativo de Eibar. Una hora y veinte minutos, en los que Juan Diego te recuerda que aún hay clases. Esos chicos y chicas que balbucean en ciertas películas, y que a duras penas entiendes, no son de la misma profesión. ¿Paul Newman y Jim Carrey podrían ponerse el mismo traje?

Era un discurso que siempre, en España, en México, en Ecuador o en China, tenía un éxito fuera de lo común que a mí me sorprendía mucho porque desde el primer minuto la gente se reía.

Sí, te ríes, nuestro amigo no miente, pero no tanto como en la conferencia del propio Millás. Será que ya me sabía los “chistes” o los ingeniosos juegos de palabras. Sin embargo, irónicamente, en esta conferencia sobre el lenguaje, la genialidad está en un silencio. Un silencio que te corta la respiración y te obliga a aflojar la corbata que no llevas al cuello, aunque te ahoga. No se oía nada, Juan Diego me puso los pelos de punta. ¡No solo a mí! Justo entonces, cuando cayó ese relámpago mudo, la chica de la tos se convirtió en estatua de sal y se derrumbó discreta.

Es prodigioso. El tipo se planta al borde del escenario, donde puedes oler su drama y palpar su desgarradora honestidad, mirando a cada uno de los presentes, y nadie mueve un dedo para morderse las uñas, se congelan hasta los pensamientos. Impresiona. Son segundos sin parpadeos, gotas de vida en el cubo de la rutina, que se agotan cuando el actor se da la vuelta y tú tragas saliva. Instantes eternos, que valen una entrada.

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