El caudal de la orgía desemboca en la enfermedad y la locura. Pero Georges Bataille no puede dejar de pensar en trinidades, por lo que a este dueto le hace falta un elemento que lo envuelve todo: la muerte. Su aroma estaba ya presente, signo inequívoco de su cercanía y eficaz estímulo para los aventureros de la sexualidad. Para nosotros, lectores convertidos en voyeristas, la observación es crucial. Saber mirar más allá de la carnalidad representada. La enfermedad se supera y los recluidos en una falsa cuarentena se vuelven fieras listas para el ataque. Pero hay una huella que no les dejará ya por el resto de sus días.
La enfermedad va en busca de la locura. La advertencia no ha sido suficiente, aunque el completarse implica borrar la frontera que sostiene la vida: una carrera desenfrenada hacia la muerte. Pero hay que verlo. El ojo se transmuta, es un endemoniado juego de palabras que va de oeil a oeuf y de oeuf a oeil. El ojo es la glándula perfecta para despertar el deseo sexual. Nuestro autor sabe bien que ahí está la semilla del escándalo: “tienen los ojos castrados”. El desnudo y el placer se han divorciado, no hay ya placer desnudo. La razón es evidente en el relato, pues la entrega a este tipo de desnudez tiene como consecuencia la disolución de la identidad entendida como maridaje de la imagen en el espejo y la sustancia. ¿Qué queda entonces? Dispersión y movimiento, esa materia de la que se suelen componer los sueños.
Aquí sólo tenemos la fuerza erótica moviendo los hilos de sus marionetas. Marcelle despierta del sueño de la locura sólo para volver al armario y no abandonarlo nunca más. No todos soportan la fragmentación, la pérdida de las certezas que nos dicen qué es lo que son las cosas y para qué sirven. Fuera del recto camino hay centenares de parajes por explorar, pero no cualquiera soporta la aventura. La muerte de la joven consuma el trío y pone sobre la mesa el tedio que pide más de manera insaciable. Cambio de escenario obligado, aunque el castillo espectral y, claro, los ojos de Marcelle estarán siempre presentes. El hartazgo, la absurda fragilidad de la vida requiere de un condimento diferente. Hay que salir en busca de nuevos sabores y evitar “aburridas investigaciones”.
La fiesta es un periodo de tiempo en el que la linealidad del mismo se ve pervertida. Se trata de la conmemoración, de una vuelta a un tiempo pasado pero para que éste se actualice: sentido profundo de aquella frase que nos dice que recordar es volver a vivir. Henos aquí de pronto en la fiesta brava, en esa conmemoración de no sé qué cosas donde se hace de la crueldad un arte. El toro, la sangre, los testículos y los ojos, tantos ojos que miran y se emocionan con la virilidad burlando una mortífera cornamenta. Sí, ojos que presencian un absurdo en el que la muerte es el aroma predominante. Un animal puede herir de muerte a otro en un ruedo de miradas así, sin mayor escándalo. Pero un cuerpo desnudo, el sexo y los “placeres de la carne” no pueden resultar inmunes a la censura. Hay que buscar nuevos sabores porque:
En general, disfrutamos de los “placeres de la carne” a condición de que sean insípidos.
La paradoja de la existencia consiste en que hay que perderse para encontrarse. Puede que sea obvio: sólo se encuentra el que estaba perdido. Vamos, entonces, en busca del sabor perdido de las cosas. La empresa no es sencilla y la exploración nos lleva a mirar y a mirarnos fijamente en el espejo, pero no en uno cualquiera. Se trata de desnudarse, de mostrar todo, de confesarse. Lo sagrado y lo profano entran en juego. La confesión es la liberación, esto es, la pérdida de las ataduras del pecado que nos mantienen en el mundo y cierran las puertas del ansiado cielo. Un nuevo trío: nuestro narrador, Simone y el inglés que Gorka ha bautizado de manera más que atinada. Unos ojos que miran y orquestan la orgía que se inscribe en la cuna de la religión. Las paredes de la Iglesia encierran un oscuro secreto más: el ojo-gónada expulsado desde el ano como punto culminante del relato.
Una vez que la transgresión se consuma, que los límites se exceden, la sed no puede sino aumentar. Si se ha encontrado algo más allá del cerco donde nos estaba permitido jugar la curiosidad crece. ¿Hasta dónde se puede llegar? No es raro que acontezca la desconexión con eso que llamamos mundo. El orden de lo que sucede, aquello de lo que podemos hablar, es un campo lleno de reglas y límites. Su ruptura vuelve el mundo un lugar extraño, un paraje que intentamos reconocer, pero que pertenece a un pasado ingenuo. No queda sino seguir el camino donde el exceso deja de tener sentido, pues todo es amplitud.
No permanecía unida a esta vida más que por escasos orgasmos, pero mucho más violentos que antes.
Gorka no perdona que el telón quedará abierto tras la representación. Reprocha a Bataille que desnude los secretos del relato. Tiene toda la razón. Es una pena. Lo que entra por el ojo se trasmuta en la imaginación. Más aún: el ojo es gónada de la hormona llamada imaginación. Quizá por eso el final sea se trate de una manera de advertir de su poder. La fuerza para generar imágenes es de una potencia indudable. He ahí mi reproche: ¡maldita dependencia de la imagen! Quiero aromas, aspereza, suavidad, dulces y amargos fluidos. Bataille cuenta la historia del ojo porque hay que extirparlo de sus cuencas, hay que ser un ciego meando en la oscuridad para distinguir el aroma de la propia orina subiendo por las fosas nasales. El cuerpo es más que un ojo. La sexualidad requiere de imaginación, pero hay que matar las imágenes para quedarnos con todo el resto y encontrar ahí el asombro que hace tiempo perdimos. Por eso mejor dejar que el telón se cierre y que sean los sonidos que llegan desde el fondo los que sigan provocándonos.
Pero no había terminado mi asombro.