Que si Apple ha demandado a Samsung, que si ésta se une a HTC para contraatacar, que si la primera había copiado ya a Xerox. La cadena de imitaciones parece ser infinita y cansada. ¿Dónde empieza la copia y termina la creatividad? La pregunta, en su forma abstracta, no es de respuesta sencilla. No en balde en el libro del Eclesiastés 1:9 encontramos la lapidaria frase: “No ha nada nuevo bajo el sol”. Pero la pregunta tiene una respuesta muy directa desde el punto de vista legal: cuando se viola una patente.
La definición de patente de invención (que es la que nos interesa) de acuerdo a la Real Academia de la Lengua es: “documento en que oficialmente se le reconoce a alguien una invención y los derechos que de ella se derivan”. El punto de partida, por tanto, es muy sencillo: yo invento algo y hago patente tal invención para obtener ciertos derechos sobre aquello que he realizado. Pero, ¿qué es lo que se puede patentar? El invento, por ejemplo, puede implicar el uso de un determinado plástico o metal, pero el registro de patente no cubre al material como tal sino la manera en que he llegado a producirlo o la técnica con la que he resuelto el problema. De esta manera, es el procedimiento el que queda cubierto, esto partiendo de la idea del sacrosanto método científico según la cual siempre que se repitan un X número de pasos se llegará a un mismo resultado.
En pocas palabras, la patente cubre un producto en la medida en que detrás de él hay un proceso novedoso o una técnica que ha resuelto un problema para llegar a él. Evidentemente, quien tiene ese proceso o técnica es el único que puede llegar a fabricar o realizar dicho producto. De aquí que no baste con que, por ejemplo, el iPhone se parezca al Samsung SIII, sino que se tiene que demostrar que hay una apropiación indebida en los procesos de fabricación del segundo que imitan o copian sin autorización algo de los empleados en el primero. Ahora bien, ¿cuál es el sentido de esta protección o de estos derechos?
La respuesta es muy sencilla: la teoría nos dice que las patentes constituyen estímulos o incentivos para la innovación que mejore la calidad de vida de la humanidad, ya que ofrecen un reconocimiento al inventor y le permiten obtener recompensas materiales por el mismo. El titular de una patente tiene el derecho de confeccionar, utilizar, distribuir y comercializar de manera exclusiva su invención por un tiempo determinado (regularmente 20 años), pero esto es válido en el país en el que se encuentra registrada dicha invención. Con los procesos propios de una naciente globalización, fue necesario que en 1883 se signara el Convenio de París para la Protección de la Propiedad Industrial. Este documento, en el que se encuentran la gran mayoría de los países industrializados del mundo, nace con el espíritu de evitar la competencia desleal a través de la extensión de la validez de una patente y del registro de marcas a nivel internacional.
Ahora bien, muchos años han pasado ya desde ese lejano 1883 y las condiciones tanto de producción como de comercialización resultan muy, pero muy distintas. Son muchas las áreas que generan controversia cuando se trata de patentes internacionales, de entre las cuales los reflectores habían estado siempre en la industria farmacéutica. La inmoralidad en la que se ha caído al no permitir la producción y comercialización de medicamentos a bajo coste (aquellos relacionados con el VIH por ejemplo), ha hecho cuestionar si el espíritu de las patentes se sigue conservando. Además, han sido ya muchos los que han denunciado que los grandes capitales detienen la investigación de medicamentos que podrían cambiarle la vida a miles de millones de personas, pero que afectarían las ganancias de unos cuantos.
Este lamentable sendero parece estarse reproduciendo en otros campos. Lo que importa no es aprovechar una tecnología para dar el siguiente paso, sino evitar que otro con mejores ideas saque provecho de mi invención pues soy yo quien tiene que dar ese paso y obtener más recompensas materiales. La generosidad es fácilmente reemplazada por la avaricia, lo cual es un auténtico virus que termina afectando a la humanidad entera y pervirtiendo el sentido original de los derechos de patente.
Una salida podría estar en cambiar de un criterio temporal a uno económico para la extinción de la patente, es decir, ya no 20 años de patente, sino establecer un tope de ganancias derivadas del invento para liberarle y hacerle público. De esta manera, una vez que se obtienen ganancias iguales o superiores a un X por ciento más del coste de producción original, entonces la patente expira y puede ser de uso público. Así, quizá, se garantiza la recompensa material y también la dinámica que realmente favorezca la creatividad y la innovación en beneficio de todos. Y vosotros, ¿qué opináis de este tema?